En los últimos años, mi bodega musical en formato digital ha crecido a un ritmo constante e implacable. Supongo que no soy el único que tiene el disco duro atiborrado de emepetreses y abultadas discografías que jamás ha llegado a descomprimir siquiera. Y supongo que tampoco soy el primero en señalar lo que se asemeja a una especie de síndrome de Diógenes digital.
Esto es, la acumulación de "bytes basura", inútiles, sobrantes y jamás utilizados. Archivos que nos resistimos a borrar porque oye, nunca se sabe cuándo te va a apetecer descubrir realmente toda esa música que te bajaste de un grupo cuya única canción que conocías ya has olvidado.
Tampoco quiero exagerar el problema; ¿es un problema? Sólo en el caso de que el disco duro llegue a saturarse, y llegado ese extremo todos hemos sido capaces en algún momento de tomar el bisturí -digo, la tecla "suprimir"- y borrar sin piedad los archivos más escandalosamente superfluos. O de comprar otro disco duro nuevo, que tampoco son tan caros.
Pero lo peor de la acumulación de archivos basura no son los bytes "okupados". Lo peor es que la cantidad creciente de información inútil con la que nos rodeamos hace cada vez más difícil distinguir la información que realmente necesitamos. Cuando tienes todas las canciones a tu alcance, resulta cada vez más complicado encontrar -¡y distinguir!- las mejores.
Incluso aunque hagas como un servidor esta semana y afines un poco la vista.

Ya me siento más dispuesto a arrasar con mi vertedero de archivos inútiles. Ahora sólo necesito tiempo para hacerlo, ¿dónde se habrá metido el jodío?